Desierto de Merzouga (Marruecos), el lugar donde crece el asombro

Desierto de Merzouga (Marruecos), el lugar donde crece el asombro

Un infinito mundo de granos de arena se agolpa en los kilómetros y kilómetros que tiene el desierto. Para poder pasar una hermosa noche bajo el domo de las estrellas, hay que llegar a Merzouga, un pueblo del sur de Marruecos que te deja en las puertas del desierto, como ellos mismo lo llaman.

Se puede llegar por forma propia o por tour. La verdad es que nosotros, por miedo, tomamos un tour de 3 días, pero las rutas son accesibles para hacerse en un auto alquilado. El transporte público definitivamente no es una opción. Eso sí, si vienen del lado de Marrakech evalúen bien el viaje porque hay que cruzar 50 km de camino de curvas y contracurvas en medio del Atlas, por lo que les recomendaremos que busquen un punto intermedio para hacer noche y no llegar tan justos. Otra opción es ir desde Fez, que también son varios kilómetros, que si lo hacen por la libre vale la pena parar en varios lugares y hacerlo en dos días.

El tour comienza con el arribo a Merzouga donde te llevan a un Riad, para dejar tus cosas y solo llevar lo necesario para pasar la noche. De ahí pasas a subirte a los transportes más sofisticados del desierto: los camellos.

Clave: aprovechar ese segundo para sacarte una foto con las dunas a lo lejos y ponerte el pañuelo Bereber. Tal es así, que nuestro amigo Hassan , quien fue nuestro guía, nos dijo: “sin pañuelo no hay desierto”. Ok…ya entendí.

Nos acomodamos en el transporte y Omar, nuestro chofer profesional de dromedarios, le dio la orden para que suba. Debo confesar que me dio más miedo que la montaña rusa. Pero es agarrarse fuerte y acompañar el movimiento del camello.

El recorrido dura una hora aproximadamente, lo cual calculamos que fue un poco menos de 10 kilómetros dentro del desierto. Ahí viene lo divertido, el desierto de Erg Chebbi cuenta con dunas de hasta 150 metros, que son un desafío para subir hasta para los más entrenados, si no se tiene el calzado adecuado. Tratas de subir y te das cuenta como media duna se aloja en tu zapato, con la arena fría y húmeda que te enfría el pie, pero no te importa, haces lo posible para subir y disfrutar del show que te da la naturaleza a la hora de bajar el sol. Sin duda, el esfuerzo se recompensa con un cielo que parece pintado con acuarela. La arena parece que cambia de color por arte de magia, pasando del amarillo al naranja intenso, casi rojo.

El campamento nos espera abajo y está muy bien equipado, se duerme en unas carpas que son habitaciones de chapa con puerta y luz, recubiertas de telas para ayudar a aislar. Con camas con una pila de frazadas para pasar la fría noche del desierto. Nada de irse a la cama con la panza vacía, una hermosa cena a la luz de las velas que consta de sopa, Tajín y naranja de postre. Pero antes un té marroquí, porque si no tomas al menos uno, casi que no vale la pena el viaje (sí, estoy exagerando, pero lo tenés que tomar).

Solo 20 kilómetros nos separan de la frontera de Argelia, lo que hace, según nos cuentan, que más de una vez aparezcan oficiales por los campamentos. Pero el desierto no conoce de barreras, ni de geografía ni de idiomas. Nuestros dos guías Bereberes, saben de esto. Uno casi no habla otro idioma, pero tiene palabras sueltas y unas ganas de compartir una sonrisa que hacen que nos comuniquemos por gestos. El otro habla inglés básico, pero entre el resto del campamento y él la charla fluye, entre bromas, dibujos en el aire, música y comida.

Terminada la cena nos juntamos alrededor de una fogata, a contemplar unas estrellas increíbles, tantas que el cielo se ve nebuloso. Creo que todas las estrellas que vi en mi vida, no sumaban las de ese cielo. Limpio de nubes y de luces, donde acostarse en la una cama de arena a hablar y mirar, es un recuerdo que se alojó en lo profundo de nuestro corazón y vale más que cualquier valor de la excursión.

El paso de las horas hizo que la fogata se vaya consumiendo entre risas y discusiones de economía mundial, entre alemanes que se quejaban de no tener planes a corto plazo; griegos y argentinos que se reían de la sola idea de una economía previsible de acá a 3 meses. Fue el turno de los tambores y la música, donde nos fuimos entregando el mando entre varios intentando vivir un momento memorable, donde hasta nos creíamos músicos.

Así fue que la luna llegó a imponer su luz y mandó a dormir a las nebulosas y a nosotros, que debíamos empezar temprano si queríamos ver el amanecer. Dormir en el total y completo silencio de la noche. No sentir ni un grillo, hizo que durmieramos como pocas veces.

El despertador gritó que era hora de despegar de las sábanas para ver el show, que por suerte era de espaldas a la altísima duna, por lo cual solo nos limitamos a la mitad. Era demasiado bello el show como para perder el tiempo peleando contra la arena. Una hora de cambio de escala de cromática de la arena, que ahora pasó de naranja a dorado para terminar en amarillo dio paso al final de la travesía, montando otra vez a nuestra 4×4: los camellos.

Así fue como, paso a paso, nos alejamos del  grandioso desierto. Las dunas se hacían cada vez más pequeñas, pero este enorme recuerdo se queda para siempre con nosotros y la arena… creo que me quedan varios meses de seguir topándomela, porque prenda que toco todavía desprende granos amarillos. Pero no me quejo, porque cada vez que aparece no puedo evitar sonreír.

 

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